En el marco de una sociedad en la que prima la inmediatez de los resultados con el menor esfuerzo posible y los valores humanos se encuentran en detrimento frente a los del mercado de la oferta y la demanda, parece que muchas profesiones, que no se ajustan a esos parámetros, están condenadas a desaparecer.
Igual que un ebanista elige minuciosamente la madera con la que va a trabajar o un alfarero mima el barro con el que crea sus vasijas, el guía selecciona y cuida celosamente sus herramientas de trabajo. De igual modo, va dando respuesta a todos los problemas que surgen a lo largo de la actividad. Lo que está en juego no es baladí, se trata de su vida y la de sus clientes. Que la empresa llegue a buen fin depende única y exclusivamente de que esa persona tome las decisiones correctas antes y durante la actividad. Para ello, sólo cuenta con unas cuantas herramientas, sus conocimientos y su experiencia.
Hay pocos trabajos tan apasionantes como el de guía de montaña y, a la vez, tan poco reconocidos. El que decide dedicarse a esta profesión sabe de antemano que el dinero no será su principal recompensa y es que, ahora más que nunca, debe haber muchos compañeros que se levanten de madrugada y cojan sus mochilas para salir al monte a trabajar mientras se preguntan ¿por qué sigo haciendo este trabajo? No hay una explicación práctica, lo económico no es suficiente justificación. Probablemente sería mucho más fácil cambiar de empleo y tratar de buscar una profesión más estable y mejor remunerada. Al final, la respuesta siempre es la misma: dónde voy a estar mejor que en las montañas. Esto mismo me dijeron mis abuelos el día que cumplí uno de mis mayores sueños; llevarles hasta los Barrerones, el mirador desde el que se ve todo el Circo de Gredos. Ellos nunca habían comprendido esta pasión por mi trabajo de guía y por las montañas, siempre intentaban convencerme de que recobrase mi otra profesión como maestro de educación física. Sin embargo, al llegar a los Barrerones, levantaron la cabeza para recuperarse del esfuerzo y disfrutar del paisaje y la expresión de su rostro cambió completamente. El gesto crispado por el cansancio dejó paso a la sonrisa, la relajación y el asombro. Probablemente, no acababan de entender lo que estaban viendo pero, aún así, embriagados por tanta belleza, sus palabras fueron: “la verdad hijo, estás mejor aquí que en cualquier otro sitio”. Estas sensaciones no son nuevas, es muy probable que Saussure ante el Mont Blanc o Whymper ante el Cervino sintiesen una admiración similar.
Esas emociones son las que han mantenido viva la ilusión por mi trabajo durante más de 15 años. Ya empiezan a quedar lejos los días en los que armado de ilusión, motivación, curiosidad y ganas de experimentar nuevas sensaciones, salía de mi casa -en Toledo- hacia cualquier montaña de la Península. Ahora me doy cuenta de que escapaba de una realidad que me oprimía y en la que yo no encajaba. Aún no sé si he conseguido cuadrar. Huía de un entorno complejo y problemático buscando la sencillez de la vida en las montañas y la naturalidad de sus pobladores. Buscaba el contacto directo con la naturaleza, el reencuentro con sensaciones tan primitivas como el frío de un amanecer invernal, el miedo ante lo desconocido o la alegría de compartir una comida frugal después de haber alcanzado el objetivo.
Encontré en el alpinismo mi escondite personal, me sirvió para olvidarme de todo lo que no me gustaba de mi entorno más cercano. Cuando escalas, el instinto de supervivencia prevalece y te obliga a concentrarte tanto que todo lo demás desparece de tu cerebro. Los problemas cotidianos dejan de existir por unas horas pero, cuando bajas y regresas a casa, el choque es tan brusco que desencadena una lucha titánica entre ambas realidades.
En mi caso esa lucha, poco a poco, fueron ganándola las montañas, consiguieron atraerme más que casi todo lo que tenía a mí alrededor. Llegaron a ser el centro de mi vida y, por ello, decidí profesionalizar mi “Vocación alpina” Armand Charlet. Comencé a trabajar como guía de alta montaña, disfruté de mi trabajo, y lo sigo haciendo, más que de muchas otras cosas en la vida. Descubrí que la satisfacción de ayudar a alguien a conseguir su objetivo es aún más intensa que la de alcanzar el tuyo propio. Hice de la Montaña mi reino” Gastón Rebuffat y, en Gredos, instalé mi humilde castillo.
Después de viajar por buena parte del mundo, sigo queriendo a estas montañas castellanas más aún que aquel día de verano en que, con unos 10 años, mi tío me presentó al Circo de Gredos. Cuando estoy fuera de ellas anhelo el olor de los piornos, la sobriedad del granito, el ímpetu de las cabras y la majestuosidad de los Circos Glaciares que las dieron forma. Y, cuando estoy en casa, echo de menos a todos los amigos con quien las comparto -ya sea profesional o personalmente-, a todas esas personas que son partícipes de mis sueños y que me permiten colaborar en los suyos. Gracias a ellos y a mi familia he conseguido lo que, con 15 años, me parecía una utopía y, a todos, les dedicó este texto.
Escuela Alpina de Gredos
 
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